Tras varios minutos de desigual batalla, logré sin embargo vencer la resistencia de mis sábanas y me levanté. El reloj marcaba varios minutos más de lo que debía, así que me planté en Recoletos mientras terminaba de abrocharme los botones de la camisa, de deshacerme de las legañas y mientras me comía una manzana. Y con solo dos manos y 28 dientes.
Me había retrasado ya diez minutos cuando llegué por fin a la Audiencia. Una "amable" funcionaria me comunicó con todo el desprecio que le cupo en la boca que las personas como yo (me pregunto a qué se refería con eso) tenían que entrar por la otra puerta, en la calle Génova.
Total, no hay prisa.

Los obstáculos no habían terminado. Era hora de pasar el control de metales. Y la fila no avanzaba precisamente fluida. Y luego mi dermatólogo dice que tengo que dejar de comerme las uñas.
Por fin en el edificio, identificado como practicante en ejercicio y con acceso libre, pregunté por el despacho del señor Guillermo Fernández-Vivanco. Nuestro contacto en la Audiencia, si me permiten utilizar la jerga del espionaje.
Cuando entré por la puerta, la reunión estaba prácticamente terminada. Fue la típica presentación que suele darse el primer día de clase: sinopsis de las actividades que haremos, explicación de los trabajos que hemos de realizar, y muestra de una pequeña parte del repertorio de anécdotas insulsas y arengas superfluas. En definitiva, apenas había posado mi culo gordo en la silla, se terminó el acto de bienvenida.
Lo bueno, si breve...
Al despedirnos, el señor Fernández-Vivanco nos invitó a que no nos fuéramos todavía a nuestras casas. Estábamos acreditados y podíamos aprovechar para presenciar algunos de los juicios que se estaban tramitando en la planta baja.
Y allí fui.
¿Han oído hablar de Asier Arzalluz? ¿No? Pues esta semana les contaré quién es y por qué le juzgan.
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